Despiertas de un sueño en el que te gustaría vivir. En
realidad, te gustaría vivir en otro mundo. Alejada de todo. Como siempre, la almohada está empapada por tu llanto, el cual
repites cada noche hasta quedarte dormida. Y piensas: ‘’Otra vez la misma mierda’’. Después de un rato, viene lo peor. Es poner un pie en la calle y
que el miedo invada tu cuerpo. Por las miradas, por el que dirán y por lo que
te espera. Y el día transcurre normal, lo cual no significa bien, porque estar
hundida ya es tradición en tu día a día, con lo cual, es un día normal. Evitas
el contacto visual con cualquier persona para no pensar que están criticándote. Si la gente te pregunta el porqué no comes inmediatamente les dices que no te
encuentras nada bien. Y vuelves a casa.
Y así todos los días.
Y es que de eso se trata, de coger la sonrisa al salir de
casa y sacársela al volver. Estás tan acostumbrada a todo esto.
Tanto que ya no tienes hambre. Ni sientes pena por nadie. No tienes
ganas de moverte. Ya no hay necesidad de ser mínimamente feliz. Tu mirada es perdida y ausente. Tus palabras
se ahogan. Tu risa es falsa y un tanto sarcástica. Tus hombros permanecen decaídos. Y tus ojos
reflejan todas las noches en vela.
Escupirías encima de todo lo que te mata. Pero eres tú misma
la que te has hundido. En el más
profundo y oscuro hoyo. Lo has cavado tu
misma. Tú sujetas la pala que echa tierra en el hoyo para encerrarte dentro. Porque nada te atormenta, nada te persigue.
Es tu miedo.
Eres tú.
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