Y te miras al espejo. Y te odias. Tanto por fuera, como por dentro. No
eres capaz de mirarte al espejo por miedo a derrumbarte de nuevo. Te secas las lágrimas y esbozas una sonrisa lo más
sincera posible delante de ese espejo que tantas veces te ha visto llorar. Y
haces lo que puedes para que el resto del día no se note nada raro en ti. Incluso ríes para
fingir una mínima y necesaria felicidad. En realidad estás deseando que alguien
te mire a los ojos y se de cuenta
que no puedes más con nada. Que estás harta de ti misma. Estás deseando que
alguien se de cuenta
y te pregunte o simplemente te de un abrazo.
Gritas en silencio y tus lágrimas se esfuerzan por no salir hasta que llegues a casa, cuando lo único que se oye son tus sollozos. Si alguien te
escuchase atentamente podría oírte gritar a través de tus palabras. Y te angustias cuando nadie parece darse
cuenta. Cuando todo el mundo parece pasar sumamente de ti. Y te sientes sola, tonta, asquerosa e inútil. Te sientes desmotivada, sin ganas de nada que no sea llorar y odiarte. Porque ya no encuentras nada ni
nadie que te haga feliz. Todo te sale mal, todo. Tus ojos, tus palabras, tu
cuerpo y sobre todo, tu mente, piden socorro. Tu silencio pide consuelo. Y eso
es lo que te hunde más, que nadie se de cuenta
de nada. Y esperas, que algún día, alguien se de cuenta.
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